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27.2.09

El teléfono móvil y el don de la ubicuidad

Uno no elige lo que oye. ¡Si fuera tan fácil! Y lo que uno oye (en la calle, en el metro, donde sea…) es algo que no podemos dejar de oír. En su novela El loro de Flaubert, Julian Barnes se explaya en sabrosas digresiones acerca de lo que significó la aparición del teléfono en las costumbres y en la literatura. El teléfono permitía que la voz saltara por encima de mares y océanos, favorecía los amores clandestinos, derrotaba las distancias, aunque nos mantuviera anclados a un punto fijo. Sólo con la llegada del teléfono móvil fue posible alcanzar algo parecido al don de la ubicuidad. El móvil derrotó al espacio. Sus usuarios ya no están anclados a un lugar. Y eso abre múltiples posibilidades, incluso a la mentira: “Oh, sí, perdona, es que estoy en Málaga… cuando vuelva te lo enviaré.” ¡Y está en Navalcarnero! Es decir, puede uno estar donde no está, y no estar donde esta. Esa es la libertad que el móvil procura. Y como triste secuela, desplaza los asuntos, los desubica, los expande por la vasta geografía. Y así, no es raro oír en el autobús, o en el metro ―¡también en el metro, dios!― una conversación profesional, o íntima, o declaradamente tonta. La intimidad sentimental es, sin duda, más golosa, para el forzado auditor, que la profesional, que abruma sin deleitar, pero desgraciadamente no está en nuestras manos elegir los temas. Porque de oírlos no nos libra nadie: la mayoría de la gente, cuando habla por teléfono, perora. Acaso sea un resabio escéptico ante el poder de la técnica. Y si bien produce pudor ser testigo de la conversación de dos o más personas, y uno procura distraerse, lo cierto es que cuando nos encontramos ante una conversación en la que solo oímos hablar a uno, la cosa se convierte en espectáculo, y es fácil entonces dejarse arrastrar al lodo de intimidad de quien habla de su vida como si estuviera a solas consigo mismo. Tal vez porque las grandes confidencias son más fáciles ante desconocidos…

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